Una gota de agua resbalando por la última hoja anaranjada del otoño lo cambió todo. O quizás no, aunque resultó un buen principio. Siempre estuvo ahí, pero nunca la había visto. Cuantas veces nos pasa lo mismo. Al igual que la endeble rama, en la que la hoja ponía inútilmente sus últimas esperanzas. El otoño dio paso al invierno, y con ello tiñó de blanco el paisaje.
Fuera hacía frío. Dentro también. Ya no ese frío gélido que paraliza, pero hacía tiempo que el calor de un rayo de Sol no hervía su ánimo. Se acostumbró a la explosión de sentimientos que para él suponía respirar su aire, y, con el verano acabado, pasó a arrastrarse de momento en momento. Olvidó la belleza cotidiana refugiado en las sombras de lo sencillo, en la necesidad del ignorante, que sigue como un burro atontado, una zanahoria.
No hay peor remedio para dejar de perseguir fantasmas, que perder el hambre. Porque hasta el apetito te abandona cuando se siente maltratado, cuando haces de su sentimiento una obligación. Y te vuelves insaciable, desoyendo sus gritos desesperados que claman de nuevo un respiro. Pero el invierno se asocia contigo, el hambre te deja débil, endeble. Cada bocado, un suplicio.
Y lloras. Lloras ríos y mares y océanos. Lloras por dentro, con cada mirada pérdida, lloras por fuera, con cada desplante. Se deshielan tus entrañas por esa fuerza innata del ser, que transforma de nuevo el terreno perdido, en tierra de cultivo. Esperas en vano un día abrir los ojos y que las nubes se hayan ido. Que brille el Sol y descubrir sorprendido como una semilla, movida por el viento, cayó en tu terreno y agarró con fuerza sus raíces. Pero nada de eso pasa, no habrá milagro. Puedes seguir esperando, lamentando tu suerte, o puedes ponerte en pie. Confiar en tus fuerzas y empezar a trabajar.
Ponerte en marcha y cultivar tu propio jardín.