Jamás dejaré de aprender cosas nuevas, porque un día aprendí a olvidar. Desde entonces olvido a menudo:
Me olvido de mí, de mis cualidades e imperfecciones, de mi lugar en el mundo. De cómo con un gesto puedo mover montañas, y con un pensamiento, ahogarme.
Me olvido de los demás, de su profunda entrega, de su disposición y cariño. De sus palabras venenosas y acciones dañinas, de cómo el mundo conspira para hacerme caer, y después, tenderme la mano.
Me olvido de ti, pausa, tranquilidad, reflexión profunda. Me muevo en el rápido mundo de lo inmediato, del beneficio instantáneo, de la desidia y la pasividad.
Me olvido de recordar. Lo afortunado que soy, todo lo que tengo. Lo poco que puedo quejarme cuanto muchos darían tanto por estar en mi lugar. Lo mucho que he ganado con mi esfuerzo en todo este tiempo, la cantidad de cosas de las que dispongo sin merecerlo.
Me olvido de pensar en las cosas buenas de la vida. Me pierdo en lo malo, y el optimismo se vuelve esquivo y utópico, cuanto más cerca le tengo desaparece, y olvido como encontrarle. Me ahogo en mares invisibles, que me presionan el pecho y me quitan la respiración. Lanzo fieros cuchillos al aire, y poco a poco, se clavan de vuelta.
Así es como la sensación de no haber aprendido nada se apodera de mí, y creo necesario volver a aprenderlo todo. La motivación de días pasados se ha esfumado, y sin ella, recordar se hace cuesta arriba. Crecer es difícil si yo mismo me pongo sobre mi cabeza y repito continuamente lo pequeño que soy. Si mis críticas e inseguridades no dejan de perseguirme para advertirme de lo mundano de la vida, de lo temporal de nuestro paso por este planeta, de la soledad que me persigue tras cada paso y que me obliga a volver atrás. Si mi miedo infinito me impide quererme más.